El encuentro

Andrea se enamoró una lluviosa tarde de julio; lo vio subir al tren dos estaciones después que ella, y ni bien ingresó al vagón su vida pareció cambiar para siempre. Alto, rubio, ojos celestes, de unos treinta y cinco años y cuerpo atlético, vestido con traje oscuro, corbata bordó, zapatos italianos y un portafolios de cuero negro en sus manos. Se acomodó en un asiento en la fila del costado y no pudo dejar de mirarlo durante el viaje, primero a escondidas, de inmediato de manera evidente. La atracción fue tal que a punto estuvo de pasar de largo al momento de descender; bajó a las apuradas, y desde el andén lo observó en la ventanilla: le pareció notar que la miraba de reojo. Caminó contenta, tan abstraída en sus pensamientos que olvidó abrir el paraguas y protegerse de la lluvia. En su mente habitaba el convencimiento de que a pesar de la diferencia de edad —solo tenía dieciocho— se había enamorado. Repuesta del reto de su madre por haber llegado empapada y a continuación de una liviana cena, se fue a la cama, donde logró dormirse recién a las cuatro de la mañana, ya que toda la noche pensó en él.

La historia se repitió durante todo ese mes; variaba el clima, la vestimenta, el asiento que ocupaban y las personas a su alrededor, mas lo que se mantenía constante era la idílica situación. Llegado agosto Andrea se decidió: el primer lunes salió antes de hora de la facultad, y nerviosa pero convencida de lo que hacía fue directo a la estación en la que el joven abordaba el tren. Su corazón latió fuerte al verlo; aguardó a que ascendiera a la máquina, subió y se ubicó a su lado. Al principio se sintió inhibida. Sin embargo tomó coraje; tras fugaces miradas lo consultó en tono suave:

—¿Cómo te llamás?

—José.

—Yo Andrea.

Luego conversaron del clima, de la frecuencia de los trenes y de la vida familiar de Andrea, lo que a José pareció interesarle bastante. Estaba eufórica, producto de los dos cigarrillos de marihuana que fumó para calmar su ansiedad; entre frase y frase recordó las palabras que repetían sus compañeras en la universidad: sexo, drogas y rock and roll. Disfrutaba de lo último, recién conocía lo segundo, y deseaba descubrir lo primero.

De pronto él la miró fijo y preguntó:

—¿Me invitás a tu casa?

Quedó perpleja, no esperaba esas palabras. No obstante, sintió un agradable cosquilleo recorrer su cuerpo, y la hermosa sensación de ser deseada. Sin pensarlo respondió:

—Hoy no, pero el viernes mis padres tienen una fiesta en el campo, así que estaré sola.

Los siguientes días se sintió exultante, al fin llegaría el esperado momento de sentirse amada. Recordó el consejo de José:

—No lo comentes, es nuestro secreto. —Y aunque sintió ganas de gritarlo a los cuatro vientos, guardó silencio.

En las noches poco podía descansar: con su imaginación recorría el cuerpo del joven, entretanto tocaba el suyo. Al llegar el esperado día preparó la habitación, eligió el que consideró su vestuario más adecuado e ideó un plan: ingresarían a la casa, cerraría con llave la puerta de entrada, se daría vuelta y, sin mediar palabra, lo besaría apasionada. De ahí directo a la cama.

Todo sucedió, casi, tal lo planeado; en esa helada noche José vestía un largo sobretodo negro, boina de corderoy del mismo color y —en lugar de su habitual portafolio— mochila, negra también. Bajaron del tren y caminaron en silencio, tensos, en dirección a la casa; el viento y el frío jugaron a su favor: no había nadie en la calle, no podrían descubrirlos. Andrea abrió la puerta e ingresaron, le dio la espalda y cerró con llave; llegó el momento soñado: excitada volteó para besarlo. Como respuesta recibió un tremendo golpe en la cara. Atontada y sin entender —mientras era arrastrada por el piso hacia su habitación— sintió en sus muñecas algo metálico y frío, unas esposas que le lastimaban la piel.

✍️Juan Luis Henares, 2016

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